Toda la Danza

Lo excepcional: Julio Arozarena

Por Miguel Ángel García Velasco

Siempre es una oportunidad única acercarnos a Julio Arozarena, primer bailarín y figura muy recordada en la Isla para quienes tuvimos la oportunidad de verlo bailar en las filas del Ballet Nacional de Cuba (BNC). Esta entrevista fue realizada en Lausana, Suiza, el 14 de julio de 2020 y forma parte de Las Perlas Negras de la Danza Cubana, un estudio documental y biográfico sobre figuras afrodescendientes en el BNC, idea a cargo del proyecto Etnovisual Afrokuba.

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Foto: Cortesía proyecto Etnovisual Afrokuba

¿Quién es Julio Arozarena?

Es muy difícil definirse personalmente. Uno sabe quién es; pero a la vez es muy difícil explicarlo. Pienso siempre en un sueño que tuve, un sueño que me chocó muchísimo y del cual hablé con varios amigos psicólogos:

Yo estaba en mi casa, reunido con toda mi familia, con mis amigos allegados… Todos estaban allí para presentarme a Julio Arozarena. Y yo dije: “Pero Julio Arozarena soy yo”. “Sí, eso te hemos contado hasta ahora”, decían ellos; “pero el verdadero Julio Arozarena es este”.

En ese sueño lo que me inquietaba no era estar al tanto de quién era ese Julio Arozarena, sino más bien saber quién era yo. La interrogante era: “Si yo no soy Julio Arozarena, entonces ¿quién soy?”. Y ese es un sueño que me conmovió mucho, que me llevó a hacerme muchas preguntas.

Muchas veces, a lo largo de mi vida, me he puesto metas, objetivos a alcanzar. Y el factor común en todo, es eso justamente: no dejar de ser quien soy. Y ¿quién soy? Soy todo eso… Muchas cosas a la vez; pero, en realidad, mi objetivo principal en la vida ha sido ser, sin adjetivos. No ser bailarín, no ser cubano, no ser negro, no ser hombre. No. Sencillamente ser. Y eso es lo que he tratado de lograr: ser lo más pleno posible.

Para responder más claramente a tu pregunta, te diría que Julio Arozarena es esto que he logrado llegar a ser; quiere decir, el cúmulo de todo este trayecto de vida de la cual estoy muy satisfecho, casi orgulloso, a pesar de errores que —si algún día tuviera la posibilidad de enmendarlos—, no sé si lograría hacerlo de otra manera.

¿Qué le faltaría a ese “casi” para sentirte orgulloso?

Siempre hay algo más, algo que uno pretende hacer mejor o que cree debió haberle dedicado más tiempo; algo para lo que se debió haber esperado más, o menos, para dar un paso específico en la vida, para haberlo hecho más rápido, quizás. Uno nunca sabe. Pero yo vivo con lo que ya está hecho. Lo hecho, hecho está; y avanzar sobre eso es lo importante. Digo “avanzar” en el buen sentido. De lo contrario, giras en círculos sin otro objetivo.

Sobre tu niñez. ¿Cómo es que llegas a la Escuela de Ballet?

Mi infancia es algo muy común. Nací en el 65, en Marianao, en Cocosolo, allá en el fondo. Me gusta decir que en el barrio donde vivíamos nada más que había dos alternativas para salir. Una alternativa era ir hacia abajo —y llegabas a la línea que pasaba el puente negro—, o subías la loma y llegabas a la escuela. En un sentido metafórico, siempre he dicho que escogí subir la loma e ir a la escuela.

Si algo recuerdo de la niñez, es el barrio donde vivíamos varios de la familia. Eran tres o cuatro casas de la familia de mi padre. Del otro lado de la calle había una o dos casas de la de mi madre. Y tengo muy buenos recuerdos de esa infancia.

En diciembre pasado estuve en Cuba y, 40 años después, un primo me dio la sorpresa de reunir a los niños que éramos en aquella época; gente del barrio, que vino de Canadá, de Estados Unidos… Era como si nos hubiéramos visto ayer.

Y una cosa que me impactó muchísimo es que allá abajo, en el fondo, en Cocosolo, lo cotidiano era la mujer que le da candela al marido porque le fue infiel o le da el machetazo. De ahí salías preso, delincuente. Sin embargo, todos estos muchachos, hombres o mujeres, crecieron allí. Muchos de ellos hoy son ingenieros, arquitectos; lograron salir del fondo del barrio.

Mi niñez transcurrió así. Gracias a Dios, yo nací en una familia a la cual le debo muchísimo. Mi padre, mi madre, mis hermanas, mis tíos y mis tías, me ayudaron grandemente. No solo la ayuda normal, sino con el ejemplo. Mi padre era mi ídolo, y es un tipo que, si no fuese mi padre, de todas maneras sería mi amigo. De él seguí ese ejemplo de la curiosidad, de querer saber, de querer aprender, de querer ser lo mejor posible. Con ambición, pero sin pretensión. Y así fue mi infancia.

Después, cuando estaba en 4to grado, en Ciudad Libertad, en Marianao, vino un grupo de estudiantes de la Escuela de Ballet. Yo no sabía exactamente lo que era el ballet, pero ellos hablaron que en la escuela se estudiaba música, acrobacia, esgrima... La esgrima me gustaba muchísimo, porque yo quería ser mosquetero (risas). Practicaba mucho deporte: atletismo, acrobacia. Esa idea de la esgrima me despertó curiosidad, y entonces fui a ver la Escuela. Allí me hicieron las pruebas de aptitud física y, empezando el 5 año de la primaria, entré en la Escuela de Ballet.

No sabía exactamente qué quería bailar; pero pasó muy poco tiempo antes de que descubriera qué era la danza. Mis padres me apoyaron siempre. La maestra Ramona de Saá, Chery, me hizo un día ese cuento. Resulta que mi mamá no estaba muy de acuerdo y delante de ella me dijo: “Si tú quieres hacer ballet, hazlo, pero hazlo bien”. Y así empezó la historia. Aquí estoy todavía, desde el ‘75, que empecé en la Escuela de Ballet, hasta ahora.

¿Te acuerdas de los que te hicieron las pruebas?

Sí, ¡cómo no! ¡Claro que sí! Uno de ellos es mi amigo más antiguo: René de Cárdenas. Fueron Rafael Padilla, Javier Sánchez, Rolando Sarabia, Humberto Borges. Era esa generación. Ellos me hicieron las pruebas para entrar en el Ballet Nacional de Cuba. Después fueron colegas en la compañía y algunos son amigos míos todavía.

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Foto: Cortesía proyecto Etnovisual Afrokuba

Ahí empieza la historia: desde la Escuela hasta todo lo que hiciste en Cuba…

La Escuela de Ballet. A mí me gusta decirle la Escuela de Arte de Cubanacán. Esa es la base de lo que traté de hacer siempre. Desde muy temprano me interesé por la coreografía, por la creación y por la integración de las artes. Lo que yo llamo hoy mestizaje artístico. Fue una gran oportunidad estar en una escuela como esa, donde cada quien estaba en su unidad —los músicos, los pintores, los actores, los bailarines—, y por las noches, cuando nos reuníamos, hablábamos cada uno de nuestra especialidad, de lo que habíamos aprendido. A partir de ahí se creó en mi cabeza la idea de utilizar esa diversidad artística para realizar una obra común, partiendo de la base de que la danza es un arte muy dependiente. A mis colegas no les gusta que yo diga eso. Pero sí, para mí el ballet, o la danza, es una de las artes más dependientes.

Un pintor pinta un cuadro en su garaje y la obra está cumplida. Aunque no la exponga, ya está la obra. El músico escribe una partitura, y la obra está hecha. Es posible que el libro no se edite; pero el acto de creación del escritor ya está hecho. La danza tiene que presentarse en el espectáculo. Sin espectador, no hay espectáculo. Y depende del espacio, depende de la música, depende de un montón de cosas para que la obra llegue a cumplirse. Puedes hacer una coreografía y puedes hacerla en tu casa, pero hasta que no la presentes en un espectáculo, la obra no existe.

La idea de trabajar con un músico, con un escultor o con un fotógrafo… y lograr hacer una obra común a partir de lo que cada uno puede aportar, es mi objetivo hoy con el trabajo que estoy haciendo en mi Asociación. Todo esto es para decirte que cuando yo entré en el Ballet Nacional de Cuba, que fue para mí una gran satisfacción, no me interesaba bailar clásico.

Vamos al momento de terminar los estudios en la Escuela de Arte y después, a la selección para ingresar al Ballet Nacional de Cuba. Imagino hicieron una audición...

No hubo audiciones. En aquella época, las instituciones elegían. El sistema era así: el Ballet Nacional de Cuba, el Ballet de Camagüey, el Conjunto Artístico de las FAR, el Ballet de la Televisión. Todas las compañías. El Ballet Nacional de Cuba escogía primero; luego, las otras agrupaciones. Tú aceptabas o no. Pero para nosotros era mucho más lógico, al estar en La Habana, querer entrar al Ballet Nacional de Cuba: era el más atrayente.

Yo tenía ese problema en mi cabeza, el del repertorio. Y eso, honestamente, tengo que agradecérselo a Alicia, a Loipa, que me forzaron, por así decirlo, a bailar los clásicos. Alicia me dijo una cosa que para mí fue muy interesante: “Para bailar lo que tú quieres bailar, es preferible que bailes clásico primero y después, vas a entender por qué quieres bailar lo que quieres bailar”.

Y así fue, yo hice todo el repertorio clásico: el último soldado de Giselle, el príncipe Albretch, el campesino de El lago de los cisnes. Así pasé por todos los roles, hasta el Sigfrido. Eso me ayudó mucho en mi formación; de modo que cuando enseño, sé lo que transmito. Los clásicos los aprendí de Alicia, de primera mano. Ella me montó Giselle con un libro de Van Gogh, explicándome cómo buscar en cada figura. Y así empezó mi historia con los clásicos. Claro que es gratificante cuando tienes éxito con 18, 19 o 20 años. Y es que estás bailando La sílfide en el Teatro Colón, o Don Quijote en España, o Serenade, de George Balanchine, con el Ballet Nacional de Cuba.

¿Te acuerdas de ese primer rol importante?

Yo estuve en el Ballet Nacional de Cuba 7 años nada más. Y, a decir verdad, fue esporádicamente porque salía mucho de viaje. Pasaba períodos largos en Francia, en México, en Argentina. Bailé mucho fuera en ese período; pero cuando volvía y me reincorporaba al Ballet Nacional, tuve roles que me marcaron muchísimo. Por ejemplo, Prólogo para una tragedia, el Otelo… un gran clásico. Andrés Williams fue mi maestro y Amparo Brito era para mí la Venus. Y el hecho de que me haya visto un día en el elenco, así: Julio Arozarena en “Otelo”, en el puesto de mi maestro… ¡bailando con Amparo Brito! Tiemblas. Llegas al ensayo y no sabes qué hacer. No quieres ni tocar a la bailarina (risas).

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Foto: En el ballet Giselle. Cortesía proyecto Etnovisual Afrokuba.

Eso me marcó mucho. Pero digamos que el rol de los clásicos más importante para mí en el Ballet Nacional fue en Giselle. Por lo que significa ese ballet y por el proceso de aprendizaje —que fue muy particular para mí— con Alicia. Nunca bailé Don Quijote completo, no con el Ballet Nacional de Cuba. Lo bailé en Europa; pero aquí nunca hice el rol de Basilio. Sí hice Coppelia, La bella durmiente, El lago de los cisnes...

¿Cómo fue el montaje de Giselle con Alicia?

Yo sueño lo que quiero hacer y me preparo en sueños para hacerlo. El ballet Giselle llegó por esa línea de que “tienes que bailar; no te gusta el clásico, pero vas a tomar dos tazas, aunque no quieras”.

Alicia me hacía ensayar durante meses. Me hizo ensayar con Loipa dos variaciones: una del vals de Festival de las flores en Genzano y la Mazurca de La Sílfide. Ensayé muchísimo con Loipa, pero no lo bailé nunca en Cuba. Sin embargo, era para darme el gusto, para prepararme para hacerlo. Comoquiera que sea, era una formación. Me gustó, porque quería aprender simplemente.

Por cierto, la primera vez que bailé Giselle, hicimos el segundo acto. Fue en México, porque Fernando Pi, que era el partenaire de Loipa, en aquel momento se enfermó. Loipa, que era mi maestra, me dijo: “Julio, mañana bailas Giselle”. Yo, que me lo estaba aprendiendo para bailar en Cuba, le respondí: “Pero Amparo (Brito) no está aquí; Gloria (Acosta) no está aquí”. Y Loipa insistió: “No, es conmigo”. Y me encontré al otro día bailando Giselle con Loipa, en una de las provincias de México. El proceso después continuó.

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Foto: Julio Arozarena junto a Alicia Alonso Cortesía proyecto Etnovisual Afrokuba

La historia se repite después con Béjart. Yo no sé por qué razón Alicia quería que la figura que yo diera en escena fuese un poco más surrealista (un físico alargado, flaco, esbelto). Así que me mostraba muchas pinturas, muchos libros; sobre todo, obras de Van Gogh. Y aquello me marcó.

Tomábamos las clases con Loipa. Estaba Alicia, un par de bailarines más, y yo. El resto del tiempo era para los ensayos, para enseñar yo ese rol. Fue una mina de oro de conocimientos.

¿Rigor en la academia del Ballet Nacional de Cuba?

El rigor para mí es bastante relativo, porque si no lo tienes nadie te lo puede imponer, aunque haya cualquier disciplina. Si no tienes autodisciplina, no tienes rigor con tu trabajo. Así, cualquier otro rigor exterior no funciona. Y me parece que es lo que está faltando hoy como elemento principal en la danza en Cuba, sobre todo en el ballet. El rigor y la disciplina te los tienes que imponer. Nada funciona mejor que la autodisciplina y que el autorigor de exigirte el no ser mejor que él, sino el querer ser mejor que tú cada día. Hoy eres mejor de lo que fuiste ayer. Es mi manera de progresar, en realidad.

¿Prefieres el ballet moderno?

Uno no nace sabiéndolo todo, ni se muere sabiéndolo todo tampoco. Pero si una cosa me ha enseñado la vida es que la danza es una sola. O más bien dos: la buena y la mala. Es por eso que no me gusta separar por varias categorías. Yo no soy bailarín clásico, moderno, contemporáneo… Yo soy bailarín.

La danza es algo global. Puedes empujar un poco las barreras y es lo que posibilita hacer más. El marco de la danza clásica es mucho más estrecho. Una quinta posición es quinta posición, y un poco más ya no es quinta posición, pero no deja de ser danza. Hay estilos, escuelas que yo respeto mucho, pero la danza es para mí global.

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Foto: Julio Arozarena en King Lear de Bejart. Cortesía proyecto Etnovisual Afrokuba

Has pasado por muchos lugares importantes. Y compartido con artistas que te han ido marcando, ¿cierto?

A ver: Zíngaro, por ejemplo, es una instalación para realizar teatro ecuestre.[1] Pero mi interés allí es simplemente la creación. Hay que ver los espectáculos, sobre todo en la época de la ópera ecuestre: Quimera, Tríptico, Eclipse. Son obras fabulosas que concibió Bartabas en Francia. Cuando vi ese tipo de espectáculo, la pregunta que me vino a la cabeza fue cómo crear algo así (después Bartabas me propuso trabajar con él).

Al principio la idea era que Pina Bausch hiciera la coreografía. Yo le dije a Maurice: “Maestro, tengo esta proposición”. Y él me respondió: “Sí, hazlo si te interesa. De todas maneras, aquí está tu casa. No es ningún problema”. Y yo me fui a París. Momentos de la vida que son privilegios.

Fue un breve espacio de 3 meses en el verano. Trabajé con Carolyn Carlson, que estaba invitado a trabajar en ese momento con el Béjart Ballet. Estuvimos creando un espectáculo con Bartabas, Pina Bausch y yo, más 25 caballos. No podía quejarme, de verdad. Aquello era un lujo total. Y cierto que en aquel período aprendí muchísimo, de Pina sobre todo. Luego ella decidió no hacer la coreografía. Esa es la razón por la que Bartabas me pidió trabajar con él como coreógrafo.

¿Cómo se conocieron Bartabas y tú?

A Bartabas lo descubrí en Quimeras. En ese entonces, fue el maestro Azari Plisetsky quien me dijo: “Ve a ver el espectáculo”. Y fui con él. Varios días después, Bartabas me contacta, porque tenía una proposición que hacerme. Le interesaba incluir la danza en sus espectáculos, a un nivel mayor del que existía hasta entonces. Así que fue más bien una cuestión de intercambio mutuo. Los chicos que hacían la voltige (acrobacia aérea) en el caballo, me enseñaron lo que ellos hacían. Y yo les enseñé a ellos lo que yo hacía.

Y Pina Bausch, ¿cómo fue tu relación con ella? ¿Difícil?

No. Para nada difícil. Pina era una gran dama, una gran señora, con una inteligencia y una sensibilidad extraordinarias. Eso todo el mundo lo sabe. Y el hecho de relacionarte con gente así, si eres sensible y lo suficientemente abierto para absorber, aporta muchísimo.

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Foto: Julio Arozarena en Eclipse de Bartabas. Cortesía proyecto Etnovisual Afrokuba

Alguna anécdota…

Sí, tengo una que me gusta mucho. Un día estaba mirando el ensayo, y ella le pide a una de sus bailarinas pasar por detrás moviendo los brazos arriba de la cabeza. La chica pasó e hizo una cosa que a mí me pareció fabulosa. Y Pina dijo: “No. No”. Le pregunté qué pasaba y me dice: “Yo le pedí mover los brazos arriba de la cabeza, no que bailara. Y ahí va la diferencia: la coreografía tiene que equilibrar entre movimientos, el gesto y los pasos. Un movimiento es algo espontáneo. Cualquier cosa se puede mover. Mientras haya aire se puede mover. Pero un movimiento no es necesariamente un gesto. Un gesto es un movimiento que quiere decir algo. Y un paso es un movimiento que está elaborado técnicamente, con cualquier técnica que sea; pero es un paso técnico. Y hay que lograr el equilibrio entre esas tres cosas. Yo no le pedí bailar, ni hacer un paso técnico, sino mover los brazos arriba de la cabeza, simplemente”.

Has tocado a dioses del Olimpo en la danza, dicho en un sentido figurativo. Trabajar con Alicia, después con Béjart, con Pina, Bartabas, etc. Quiero que me hables de tu Maurice Béjart. ¿Cómo entraron en contacto?

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Foto: Julio Arozarena junto a Maurice Bejart. Cortesía proyecto Etnovisual Afrokuba

Maurice era múltiple y yo tengo el mío. Mi relación con Béjart es, al principio, metafórica. Octavio Cortázar me llevó una vez a la Cinemateca de Cuba y me enseñó un pedazo de un documental, El pájaro de fuego, bailado por Michael Denard. Y eso para mí fue un shock… Dije: “Es eso lo que yo quiero bailar. Don Quijote no me interesa”. En aquella época no sabía quién era Béjart realmente, no sabía cómo se hacía para llegar a él. Yo sabía que Loipa había bailado con él. Pero nada más.

Años después, en el ‘89, yo estaba en Francia y Loipa era profesora invitada al Béjart Ballet. La compañía estaba de gira en París. Loipa me invita a venir a París y a ver a la compañía. Yo estaba en Avignon, en el sur. Y, honestamente, la compañía no me gustó. Era muy grande, ochenta y tantos bailarines: un ambiente que no me interesaba mucho. Y eso se quedó así.

Luego estaba yo en Bélgica y voy a ver la compañía nuevamente. Yo bailaba en el Real Ballet de Flandes y tenía un contrato para el Ballet Nacional de Canadá, para la siguiente temporada. Pero el Director del Ballet de Flandes, Robert Denvers, me dijo: “Es una pena que te vayas de Europa, porque aquí tienes más posibilidades. ¿Por qué no vas a ver a Béjart?”. Béjart estaba de gira en Bruselas en aquel momento. “Ya yo fui una vez y no me gustó mucho”, le respondí a Robert.

De cualquier manera, fui con él a ver el espectáculo al Circo Real. Ponían dos piezas de Maurice: una era El mandarín maravilloso, una obra maestra, y Mr. C. En aquel momento, él (Béjart) había reducido la compañía a veinte y tantos bailarines. En aquel momento, incluso, estaba Koen Oncia, un bailarín belga fabuloso para mí que yo conocía desde antes y que lo vi precisamente en El mandarín maravilloso. Estaba también Gil Roman, que siempre fue para mí un bailarín de armas tomar, muy bueno.

El hecho de ver a esos intérpretes me hizo pensar: “¿Por qué no?”. Y al otro día vine a tomar la clase con Azari (Plisetsky), que era el maestro, y hablé con Maurice. Tres semanas después, estaba aquí. Renuncié al contrato de Canadá y vine para acá. Eso fue en el ‘93.

Yo llegué a la compañía de Béjart por un puente de oro, por así decirlo; porque Maurice me hizo venir para hacer una creación con Marcia Haydée. Aquello era otra universidad. Durante dos semanas la compañía estaba de gira, y yo llegué aquí con Marcia Haydée y Maurice en un estudio para dos semanas. Hicimos Amo Roma, una pieza que Maurice creó para Marcia Haydée, inspirada en un personaje de las películas de Fellini. Y esa fue mi entrada en la compañía.

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Foto: Julio Arozarena en Amoroma de Bejart. Cortesía proyecto Etnovisual Afrokuba

¿Y qué más de tu Maurice?

Con Maurice, igual para mí, todo empieza por el respeto. Si no hay respeto, no hay nada más. Le doy una gran importancia a la calidad humana. Y Maurice era algo superior en el sentido de que él sabía la conexión exacta de las cosas, hablando desde el punto de vista más filosófico. Y no es por casualidad que él puede ligar Mozart con Queen. Puede hacer cosas así y que no parezca absurdo, porque la conexión entre los elementos la sabía muy bien. Y a mí me gusta ese tipo de sensibilidad.

Maurice era muy exigente, como Bartabas, como Alicia. Para llegar a ese nivel hay que serlo. Y como me hablabas ahorita de los dioses del Olimpo… Gracias a Maurice he llegado a la conclusión de que, si podemos hacer un paralelo entre la mitología o la religión, entre el teatro y la danza, y si tomamos el estudio como el templo, el teatro como la catedral o el Olimpo mismo, Dios es el público porque es delante de él que te presentas. Lo que pasa es que de vez en cuando, los coreógrafos o los bailarines nos tomamos como dioses; pero, en realidad, no somos nosotros, son ellos, los del público, los dioses.

Y se le debe respeto al público, a la gente para quien trabajas. La idea es el intercambio, provocar a través de lo que estás haciendo tú. Provocar una emoción —de preferencia positiva— en el público.

Has sentido en algún momento desprecio por tu condición de cubano, de caribeño, de negro.

Sí. Pienso que como todo el mundo. La primera vez que me vi rechazado por un problema racial fue en Perú. Yo andaba con Iván Montreal, mi amigo blanco. Íbamos a entrar a un bar y un hombre indio, que estaba en la puerta, me dice que no puedo entrar. Una vez en París no me dejaron entrar a un bar, porque era un bar para gays y yo no soy gay. Yo no niego que haya discriminación; pero la exclusión, esa te la haces tú a ti mismo.

Por ejemplo, en el ballet clásico ha habido muchos problemas con la raza: ¿Por qué las negras, por qué los negros? Yo bailé repertorio clásico siendo negro y hubo comentarios, hubo alusiones al color de la piel en las críticas; pero, en realidad, nunca fueron negativas o malas, al contrario.

Yo pienso que es una cuestión de cuál es tu actitud frente a esas cosas. Siempre pongo el ejemplo: ¿Vemos a Plácido Domingo cantando Otelo y pintado de negro? Yo nunca me pinté de blanco para bailar en Giselle. No tiene sentido. ¿Quién me iba a decir que yo me iba a poner un kilt escocés para bailar La Sílfide? Ni la raza, ni la nacionalidad, ni el sexo han sido barreras, porque nunca he dejado que sean barreras para mí.

No niego que hay discriminación. También hay segregación en el mundo de la danza. En todo el mundo la hay. Escuché una vez a Morgan Freeman decir que el problema de la raza va a terminar cuando dejemos de hablar de eso. Pero de todas maneras, siempre habrá. Porque eres de Zúrich o porque no eres de ballet, o porque eres de Ginebra… Siempre va a haber una diferencia; siempre va a haber alguien que se cree superior, que se cree inferior o que estima que tiene más derecho.

Muchas veces queremos hacer el paralelo y nos comportamos como se comportan las comunidades en Estados Unidos. Pero no es lo mismo. Cuba no es ese tipo de comunidad. Yo no soy antropólogo ni historiador, pero nunca entendí ese término de “afrocubano”. Si es Cuba, África está dentro. Cuando hablas de la música blanca, no dices “hispano-cubano”. Dices “cubano”, simplemente. No veo por qué hay que decir afrocubano, porque sea negro. Eso viene de la influencia americana, donde tenemos ese “afroamericano”, “italoamericano”, “hispanoamericano”, etc.

Y como decía hace poco en una entrevista, en La Habana: Sí, hay racismo en Cuba y eso todo el mundo lo sabe. Que hayan quitado la segregación, es otra cosa; pero Cuba es una sociedad racista por esencia.

Entonces, ¿qué te parece la experiencia de Alvin Ailey?

Eso es otra cosa. En Estados Unidos era muy importante ese aspecto de que la comunidad negra tuviera una representación artística de gran valor. Es significativo el rescate que él hizo de la cultura africana en Norteamérica, llevada al teatro. Yo hago muchas veces la comparación con lo que hizo el maestro Arthur Mitchell con el Harlem Ballet, una idea extraordinaria.

Donde no estoy muy de acuerdo es con lo de tratar de hacer en el Dance Theatre de Harlem, lo mismo que el New York City Ballet hace con las coreografías de Balanchine. No tiene sentido. Pero en Estados Unidos lo entienden por la competición de comunidades.

Hay un trabajo en perspectiva con el Dance Theatre de Harlem que me interesaría mucho hacer. Y me parece muy interesante lo que ellos hicieron con Giselle: una Giselle negra. La historia de las Willis tiene un paralelo en Louisiana, con las señoritas mulatas, mestizas, que no tenían derecho a bailar. Solo les estaba permitido en ciertos momentos del año, en una fiesta que duraba varios días. No me acuerdo por qué. Es toda una leyenda. Ellas tenían derecho de bailar todo lo que querían. No comían. No bebían… Y se ponían a bailar y caían muertas de cansancio. Y las Willis también bailan hasta la muerte. Y eso, él (Ailey) lo utilizó en esa Giselle.

Volvamos a Cuba, ¿qué tiempo hace que no bailas allí?

Creo que la última vez que bailé en Cuba fue en el ’97 o ‘98. Fui por última vez en noviembre-diciembre de 2019. No voy tanto como me gustaría. Quisiera, pero lamentablemente no siempre es posible por cuestión de agenda.

Ahora con tu Asociación promueves bailarines para conformar espectáculos.

La Asociación es la estructura administrativa que me permite hacer mi trabajo como coreógrafo invitado en otras compañías. Además, sostiene mi labor creativa en Suiza, con esa idea del mestizaje artístico.

Hago espectáculos con músicos —hace poco hicimos uno con Yilian Cañizares, violinista cubana que vive en Lausana, y con Adriano Koch, un pianista suizo que vive aquí también—. Al mismo tiempo preparo otro tipo de trabajo con ocho bailarines. Y la Asociación sirve para encuadrar toda esa actividad de una manera administrativa.

La idea es promover esa forma de trabajar: armar proyectos con fotógrafos, con arquitectos, con músicos, exposiciones, etc. Y unir fuerzas para crear, entre varios artistas, una obra común.

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Foto: Julio Arozarena en Sonate a trois de Bejart. Cortesía proyecto Etnovisual Afrokuba

¿Tienes un proyecto con ocho artistas, bailarines de Cuba?

Sí. Era un proyecto con Danza Contemporánea de Cuba y Bartabas. En el año 2000 ayudé a Bartabas en una creación que se llama Tríptico, donde una de las partes era el Rito Primaveral, de Stravinski. La hicimos con unos chicos de la India, combatientes de kalarippayattu, un arte marcial muy antiguo. Hicimos la coreografía a partir de esos movimientos. Y Bartabas quería remontarla con la Academia Ecuestre de Versailles. No tenía tiempo para ir a la India y hacer el trabajo. Y él me dijo: “Lo puedes hacer con cubanos”. Le espeté: “¿De dónde quieres tú que saque cubanos?”. Respuesta: “De Cuba” (risas). Y ahí me puse en contacto con el maestro Miguel Iglesias para saber si estaban interesados en el trabajo.

Por eso fui a montar esa coreografía, con ocho bailarines allá en La Habana. Ellos vinieron después acá, a terminar el trabajo; es decir, a integrar la coreografía con los caballos y los jinetes. Y… ¡Bum! ¡Covid! La gran tragedia del siglo xxi. Terrible, impresionante. No sé si se retomará el proyecto; no tengo ninguna noticia.

Hay otro proyecto que me interesa muchísimo. Hay que buscar todavía cómo acomodarlo en la agenda y ver qué pasa con esta historia del Covid, cómo se acaba. El maestro Miguel Iglesias me propuso hacer una coreografía con ellos allá. Vamos a ver si se puede hacer.

Quieres enviar un mensaje a los futuros bailarines, a partir de tu experiencia.

Lo mismo que le digo a mi hijo: lo primero es que hay que soñar con los ojos despiertos, que es símbolo de esperanza. Es decir, tener algo, aunque sea utópico. No quiere decir que lo alcances; pero el hecho de avanzar hacia eso, ya es suficiente. Y no renunciar.

También, competir contigo. Tu guía eres tú mismo. Tienes que ser mejor cada día. Ser mejor que tú ayer y mañana ser mejor que hoy. Es muy difícil, porque yo no soy de dar mucho consejo. No soy muy bueno en ese sentido. Yo pienso que de la experiencia de la vida que vive cada uno, tienes que sacar la esencia. Pero el objetivo es como en la escuela: aprender y aprender.

[1] Se refiere a la sede del teatro ecuestre fundado por Clément Marty, Bartabas, en 1989.

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