Martha Sánchez
Ninguna institución nacional en Cuba felicitaba públicamente a Fernando Alonso en su cumpleaños; pero los caminos hacia la casa de “El Maestro” se convertían, cada 27 de diciembre, en rutas de peregrinación, silenciosa y espontánea. Sin invitación, muchos admiradores inferían que arribar allí, a cualquier hora, aquel día, era normal. La mayoría acudía con las manos vacías, el cumpleañero solo esperaba el mismo regalo que los propios visitantes: compartir historias, durante un rato.
La costumbre se cultivó por años desde que retornó de México, a principios de la década de 2000, para restablecerse en La Habana natal, decidido a aferrarse a la tierra donde había sido un poco responsable de cierta pasión por la danza académica, ahora extendida de occidente a oriente.
“Si volviera a nacer, probablemente haría mejor un montón de cosas; pero hay tres que no cambiaría nunca: mi amor por Cuba, mi amor por el ballet y mi amor por las mujeres”, afirmó muchas veces cuando cumplió 95, una edad record para cualquier ser humano. Mayor proeza constituyó llegar a esa cifra en su estado. “El viejo” subía de 2 en 2 las escaleras de la Escuela Nacional de Ballet que hoy lleva su nombre, daba ensayos de dos horas y asistía a otros si alguna maestra le solicitaba. Además, en etapa de eventos, brindaba conferencias, revisaba clases e integraba jurados.
Si Fernando no vio la clase o el ensayo de alguien en aquella época fue porque nunca se lo pidieron; pues la negación estaba descartada en su vida, repleta de negativas que apenas se notan por su habilidad para anularlas. Un varón no estudiaba ballet en la Cuba de los años 30, no había condiciones para fundar una compañía en 1948, no alcanzaba el dinero para mantener una academia en 1950, no había capital para todas las giras, no lo dejaron seguir dirigiendo el Ballet Nacional de Cuba (BNC) en 1975, a Camagüey llegó sin tener casa, la compañía de esa provincia carecía de condiciones físicas apropiadas para el despliegue de la danza clásica y, al principio allí, no lo creyeron cuerdo. Fernando derribó tantas barreras con su sonrisa galante, una inteligencia proverbial y una humildad que discrepaba con el fino porte de príncipe.
Al Maestro le negaron hasta su lugar en la historia; sin embargo, los mismos que lo obviaban en conferencias, clases y libros, lo llamaban cada 27 de diciembre o acudían a verle en su casa de 24, entre 5ta y 7ma, en Miramar, el hogar que su madre, Doña Laura Rayneri, le obsequió para que contara con una morada en la Patria. Durante años, Alonso y su primera esposa, Alicia, desataron allí sus pasiones por las aves, los perros y las plantas. El divorcio lo obligó a separarse de la casa casi hasta el preludio del siglo XXI; pero luchó por recuperarla porque la adoraba. Nunca sopesó los disgustos, sino las muchas alegrías que allí atesoraba.
Quizás por ese carácter, tan ajeno a los rencores, muchos acudían a él con problemas, dudas profesionales o insatisfacciones, en busca de consejos que iban desde el relato de leyendas a la recomendación de algún libro o video. Esto complementado con la sapiencia del artífice que forjó a bailarinas y bailarines de innegable valor histórico y que asentó en Cuba un método de enseñanza del ballet con basamento científico.
Fernando sí era riguroso en las correcciones; pero trataba a todos con respeto y si alguna profesora o profesor le pedía que viera una clase o ensayo, no se empecinaba en imponer la autoridad que tenía como fundador o la que le confería su cargo de asesor del ministro de Cultura. A diferencia de tantos maestros, Alonso compartía. A veces, entregaba una corrección como si le consultara al otro pedagogo presente y al propio bailarín. Su seguridad no la brindaba con imposición, sino con razonamientos lógicos y adoraba que todos fuesen partícipes de sus reflexiones, ejercía el método socrático para intentar expandir los horizontes de los discípulos. Si algo reclamaba el pedagogo, eran aportes, reflexionar en conjunto lo estimulaba por la posibilidad de aprender de los otros. Muchos lo veían a él como un erudito, mientras al profe todo conocimiento le parecía exiguo. Solo los libros le consolaban en ciertas ocasiones, cuando satisfacían dudas o exacerbaban su curiosidad científica.
¿Quién recibía el mayor regalo en los cumpleaños de Fernando Alonso? Cualquiera, en la casa de 24 se iba a compartir razones e historias, no todas de danza. El Maestro había vivido tanto y tan intensamente, había estudiado y leído con éxtasis sobre tantos temas, que uno disfrutaba conversar con él prácticamente de cualquier cosa. Los 27 de diciembre la familia se le ampliaba y Fernando parecía tocar la felicidad, custodiado por Rita y Onix, dos perras de ninguna raza, muy cariñosas. Para su tercera esposa, la camagüeyana Yolanda Correa (sí, el mismo nombre de una formidable bailarina cubana), constituía un placer que las personas acudieran a pasar un rato con el Maestro. En la casa, todos estaban acostumbrados al ritual interminable de llamadas y visitas, hasta la bisnieta más pequeña, Ana Flavia (la primera en despertarlo con un ¡felicidades abuelo!), desde bebita vio entrar y salir de su hogar a un sinfín de personalidades. Las hijas de Yolanda fueron hijas cabales para Fernando, ambas sucumbieron al encanto de aquel padre juicioso desde Camagüey. Maiensy decidió emigrar en la década de 1990, en tanto, Maiuly –con vasta formación cultural- se dedicó en cuerpo y alma al cuidado del Maestro hasta su deceso, el 27 de julio de 2013.
Los días de cumpleaños de Fernando debían ser jornadas agotadoras para aquella familia campechana que repartía la ensalada de turno y el cake que hubiera con los visitantes, sin distinción. Más de una vez, el esposo de Maiuly, Manuel Gustavo, terminó acompañando a alguien porque ya se hacía de noche o porque vivía demasiado lejos. La calidez de la casa de Miramar se reforzaba si la tía Chiqui –hermana de Yoli- había podido llegar desde Camagüey con algún dulce extra y el queso adorado por el Maestro. Cuentos, risas y más cuentos, se cruzaban en todas las habitaciones.
Diversas profesoras de la escuela, entre ellas, Mirta Hermida, Cheri y Marta Iris, iban a pasar la tarde. La lista de maestros y bailarines sería interminable, la reunión de artistas era tal que la terraza terminaba convertida en escenario de un montón de recuerdos graciosos, escenificados por sus propias protagonistas. Las reminiscencias de cuando eran adolescentes o jovencísimas bailarinas temerosas del exigente director les provocaban un regocijo revitalizante. Volvían a vivir ante los ojos de su maestro y habían perdido el miedo a confesarle muchas de las travesuras; lo hacían como si se las confiaran a un padre, aunque años antes con tal acto hubieran faltado al profesor.
La única hija del matrimonio de Alicia y Fernando, Laura Alonso, se sumaba como una más a aquellos relatos con escenificaciones. Al rato aparecía el hijo, Iván, y algún que otro maestro de la Escuela, el Ballet Nacional, Prodanza o el ISA –siglas que identifican a la Universidad de las Artes. Los profesores Pedro Ángel y su esposa Teresa Romero, Ismael Albelo; y bailarines de todas las generaciones; pues Fernando además de seguir trabajando en la escuela lo hizo con cada artista que estuviera dispuesto a mostrarse ante él y aprovechar sus consejos. Esa manera encantadora de ser impulsó a Viengsay Valdés, la actual directora del BNC, a solicitarle ensayos y mostrarle los videos de numerosas funciones, en espera de críticas precisas que propiciaran la superación. No faltaron críticas; pero tampoco elogios porque Alonso era experto en apreciar la singularidad de cada persona y en moldear el talento y, si veía algo lindo o virtuoso no callaba, lo disfrutaba como el que más.
También, le encantaba hablar de sus alumnos del momento, cómo habían llegado a sus manos, qué relatos les llevaba para empezar los ensayos y prepararlos psicológicamente para los personajes y, sobre todo, cómo iban creciendo esos artistas con el paso de las semanas y la asimilación de mayores requerimientos técnicos. Con más de 90 años de edad, seguía siendo un maestro orgulloso, un luchador contra los vicios y las depresiones de sus estudiantes; porque ejercía de psicólogo a veces o se auxiliaba de profesionales de la rama para tratar de entender o ayudar a los jóvenes en situaciones determinadas.
Las personas más serias parecían bajar la guardia en su presencia, para deleitarse con la sabiduría del Maestro o los relatos hilarantes. Josefina Méndez, a la que siempre llamó Yuyi, se transformaba en una niña pícara, al estilo de La fille mal gardée, y lo mismo sucedía con Aurorita (Aurora Bosch), quien un día de cumpleaños se apareció con una pareja de pajaritos que tuvieron al maestro hechizado mucho tiempo. En los días de cumpleaños no faltaban los mensajes de Mirta Plá; ni las llamadas de Loipa desde cualquier país del planeta, que dejaban “al padre” excitado, con energías para ensayarle un clásico a una compañía entera. Lástima que eso se desaprovechara. Loipa o Loipita, Yuyi, Mirta y Aurorita habitualmente estaban en su boca, como ejemplos de abnegación y trabajo, disfrutaba que las valoraran con un calificativo común: joyas; pero invitaba a apreciar la personalidad propia de cada una.
Por Yuyi supimos, en uno de esos cumpleaños de Fernando, que no todos los Grand pas de quatre habían sido perfectos. En uno de los primeros festivales de ballet que se celebraron en La Habana, ella interpretaba la famosa variación de Madame Taglioni cuando un custodio del teatro entró al escenario para desconcierto del público y la bailarina. El hombre portaba un libro entre las manos y caminaba muy despacio, embelesado en la lectura. Yuyi, la gran Josefina, mientras danzaba cual regia Taglioni, le decía bajito: “¿Y usted qué hace aquí?” A la segunda réplica, el hombre percibió alguna rareza en su entorno, la miró a ella extrañado, como si la dama antigua del collar de perlas sobrara. De pronto, sintió risas y un murmullo a sus espaldas, se volteó y vio que el auditorio repleto se burlaba. Solo entonces cayó en la cuenta de que había accedido al lugar erróneo, se encogió de hombros con cara de susto y comenzó a caminar de puntillas, como para no hacer ruido; pero en lugar de regresar por donde había entrado se dirigió a la cortina contraria. Así, el custodio del Lorca cruzó todo el escenario en un ridículo pas de bouréeque casi hace perder la compostura a Taglioni, no de vergüenza sino de la risa. Bien sabía la elegante danzarina que los nervios nos juegan malas pasadas a todos. Aquella función sería inolvidable, tal vez la de mayor dificultad en su carrera, por lo que le costó mantener el personaje en situación tan insólita.
Si de grandes bailarinas hablaba el Maestro, brotaba la admiración por Alicia Alonso, su tenacidad y espíritu. Muchos aseguran que Fernando fue su mejor crítico y más grande profesor. Sobre ella no permitía ningún comentario negativo, aquel hombre pudo no haber sido un buen esposo; pero hasta la muerte se comportó como un Caballero. Alicia lo llamó por teléfono en un cumpleaños, en la primera década del siglo XXI, y fui testigo de comentarios jocosos, bromas que entendían entre ellos y palabras de ánimo. Valdría la pena reflexionar alguna vez sobre los puntos comunes entre ambos, probablemente venzan a las diferencias. No hubiera habido Alicia sin Fernando; ni Fernando sin Alicia tal y como los conocimos, la prima ballerina assoluta y el padre de la escuela cubana de ballet. La decisión personal de ambos, de compartir una vida y más, posibilitó en Cuba el florecimiento de la danza clásica al más alto nivel, con ellos de madre y padre. La verdadera historia entre Alicia y Fernando no está escrita, uno y otro se dejó llevar por la típica discreción y la falsa moral de la época que les tocó vivir. Ambos así lo decidieron y, desgraciadamente, algunos se aprovecharon para registrar injusticias.
Alicia nunca vino a un cumpleaños de Fernando, quizás hubiera sido demasiado pedirle a la mujer de carne y hueso que atravesara, de nuevo, el umbral de la casa de 24. Nadie tenía el derecho de demandar algo semejante; pero me atrevo a imaginar una certeza: que se hubiera divertido de lo lindo y habría puesto “sazón” a unas cuantas historias con su sentido del humor legendario.
Una exbailarina formada por Alberto Alonso –el hermano de Fernando y extraordinario coreógrafo- en Pro-Arte Musical, Martha Jackson, a menudo se aparecía en aquella fecha. Volaba desde Estados Unidos porque se sentía parte de la familia y le encantaba condimentar los relatos de arte y travesuras; así como acompañar al Maestro a la Escuela, a algún ensayo. En un cumpleaños, llegó de sorpresa Clara Carranco, una mexicana que en 1960 había viajado a Cuba para integrarse al Ballet Nacional y pasó años de primera solista y maître para después retornar al país natal, a ilustrar a compatriotas. Luego de revivir “diabluras” con Laura Alonso y exponer medio en clave algunas de las señas que se hacían en los escenarios, Clara le recordó al Maestro el fabuloso entrenamiento que él demandaba al cuerpo de baile del segundo acto de Giselle. En una escena, las willis deben desplazarse en arabesque a pie plano, unas filas contrarias a otras, y él ordenaba al pianista durante los ensayos que les tocara más rápido, más rápido, y de repente, más despacio. A propósito, mandaba a cambiar los tiempos para que las chicas se vieran obligadas a seguir siempre la música, más lenta o más ligera. Para Clara, aquello fue un factor determinante en el otorgamiento del Grand Prix de la Ville de París al BNC, en 1966, porque el maestro de orquesta francés tocaba normal y, de pronto, en medio de esta parte, le ordenó a los músicos espaciar los tiempos. Cuando eso sucedió, la artista cuenta que se produjo una parada automática en el cuerpo de baile. Con una naturalidad asombrosa, ella y sus colegas se adaptaron a los nuevos compases, como si los hubieran esperado. El entrenamiento probó su eficacia. La respuesta se notó, subrayaba Clara, porque el público de inmediato las ovacionó.
Por aquellos días, el BNC bailaba en el IV Festival Internacional de la Danza de París, y el célebre coreógrafo Maurice Bejart se le acercó a Fernando para confesarle que el cuerpo de baile estaba tan bien, tan parejo, tan perfecto, que daba asco. La expresión exacta la recordaba el exdirector como una medalla.
Muchas eran las personas que llegaban a casa de Fernando y tocaban la puerta sin invitación o cita previa. No era necesario, al maestro le encantaba ser útil y, ya hacia sus últimos años, se entregó más a escuchar, con mirada ávida de conocimiento. En su cumpleaños 94, una de sus queridas alumnas, la hoy primera bailarina Grettel Morejón, llegó a felicitarlo a la casa de Miramar con una sonrisa y lo encontró triste. A ella y a mí nos decía lo mismo: no quería cumplir años porque ya el cuerpo no respondía igual. Ambas nos miramos como perdidas, en un rincón de la terraza divisamos una de las pesas que todas las tardes Fernando usaba para ejercitar su cuerpo de atleta y, si Grettel le consultaba una secuencia de cualquier obra clásica, el Maestro era capaz de darle una instrucción con precisiones deliciosas. Nos inquietaba su angustia.
A los pocos minutos, comenzaron a aparecer personas, que como en cada cumpleaños pasaban por casa del profe cuando culminaban la jornada laboral. Algunos trabajaban en la misma institución y se reencontraban allí sin haberse puesto de acuerdo, la peregrinación silenciosa era lo normal cada 27 de diciembre. Entre múltiples cuentos, Fernando renació ante nuestros ojos. Cual ave Fénix, se sumó a narrar historias, con fechas y nombres exactos. Nosotras, las jóvenes aprendices de bailarina y periodista, nos sentíamos apabulladas con su memoria. La madurez se había encargado de restarle capacidad física, nunca inteligencia, ni corazón.