Miguel Cabrera
Este 5 de diciembre, en la ciudad de Los Ángeles, arribó a sus siete décadas de vida el legendario bailarín Jorge Esquivel Estrada, una de las figuras más relevantes y simbólicas de la escuela cubana de ballet, quien por casi dos décadas fue la figura emblemática masculina del Ballet Nacional de Cuba.
Nacido el 5 de diciembre de 1950 en el seno de una familia numerosa y de precarios recursos económicos, vivía sin domicilio fijo, en chocitas y parques, durmiendo entre hojas de periódicos y sacos, y un día quedó abandonado por su madre en el portal de una calle habanera al producirse inesperadamente el nacimiento de otro hermano.
Llevado por los agentes de policía a la casa de Maternidad y Beneficencia, permaneció allí a partir de 1956, pues los padres decidieron dejarlo finalmente en ese sitio, donde por lo menos encontraba seguro albergue y alimentación. Su historia, que parece escapada de un cuento de hadas, es prueba rotunda de la obra cultural desplegada en Cuba por la Revolución, que se dio a la tarea de no dejar perder nunca un talento, sin importarle la procedencia geográfica, étnica o el estrato social.
Esquivel fue desde un principio ese “raro espécimen” al que se refiriera el eminente crítico inglés Arnold Haskell, cuando obtuvo la Medalla de Plata en 1968 en el Concurso Internacional de Ballet de Varna, Bulgaria. Después de la presea europea, Esquivel se graduó de la Escuela Nacional de Ballet y pasó a formar parte del elenco del Ballet Nacional de Cuba. A partir de entonces, bajo la guía directa de Alicia y Fernando Alonso, su talento y sensibilidad especial para los estilos, particularmente su intuición escénica, emergieron con tal fuerza que el pulido de las aristas fue cosa de poco tiempo, y pronto pudo apreciarse el fulgor del diamante artístico que habitaba en él.
Ese mismo año fue promovido a la categoría de Solista, y un año después, exactamente el 8 de diciembre de 1969, la historia de la danza le abrió las puertas al debutar como partenaire de la legendaria Alicia Alonso en el adagio del segundo acto de El lago de los cisnes, durante una gala especial dedicada a la Aviación de Helicópteros Agrícolas, efectuada en la plaza pública de Sancti Spiritus, a la cual asistieron siete mil espectadores. Nacía en ese momento una memorable pareja que durante más de tres lustros llenó de gloria los más importantes escenarios internacionales y dio infinitos momentos de goce estético a los balletómanos cubanos.
Las clases diarias con Fernando Alonso y Azari Plisetski cimentaron su fuerte técnica; y de forma particular contribuyó a su pulido artístico el rico legado aportado por Alicia en lo referente a la comprensión de cada paso o pose, el respeto irrestricto a las peculiaridades de cada estilo y del comportamiento escénico. Todo ello le permitió al joven bailarín alcanzar el dominio de un amplio repertorio, que abarcó desde obras representativas del ballet de acción del siglo XVIII y del legado romántico-clásico del XIX, hasta creaciones audaces de coreógrafos contemporáneos. La obra, casi de orfebrería, que hicieron sus maestros con su innato talento, así como la disciplina y la dedicación absoluta que él aportó, hicieron posible que, en 1972, fecha tan temprana en su carrera, fuera promovido a Primer Bailarín, rango con el que obtuvo cálidos elogios del público y de la crítica en sus giras con el Ballet Nacional de Cuba, y en las galas y festivales en los que actuó en Europa, Asia, Canadá, Estados Unidos y Latinoamérica.
Aunque Jorge Esquivel bailó con todas las primeras bailarinas de la compañía cubana y también con otras renombradas estrellas extranjeras --la italiana Carla Fracci, la francesa GhislaineThesmar, las norteamericanas Cynthia Gregory y EleanorD´Antuono, y la germano-americana Eva Evdokimova--, su nombre está asociado al de Alicia Alonso. Pocos bailarines han tenido el privilegio de compartir la escena con ella durante dieciocho años y aunar total empatía. Junto a la prima ballerina assoluta cubana fue el romántico Armando Duval en Nos veremos ayer noche, Margarita, de Alberto Méndez; el arrogante torero Escamillo, en la Carmen, de Alberto Alonso; el trágico joven incestuoso en el Edipo Rey, del coreógrafo cubano Jorge Lefebre; el engañoso y arrepentido Albretch, en Giselle, que devino antológica interpretación.
Otro de los papeles sobresalientes de Esquivel fue el melancólico Sigfrido, en el adagio del segundo acto de El lago de los cisnes, aplaudido en ocasiones memorables y en escenarios de alto linaje como el Gran Teatro de Burdeos, en el bicentenario del Teatro Bolshoi de Moscú, el Kirov de Leningrado o en el centenario del Metropolitan Opera House de Nueva York.
En su galería de personajes inolvidables junto a la Alonso están igualmente el sultán Achmet de La Péri; la imagen poética de Canción para la extraña flor; el villano violador de Roberto el Diablo; y su actuación del Amor en La Diva, creaciones surgidas del talento coreográfico de Alberto Méndez. Por otro lado, Esquivel interpretó el bravío esclavo Espartaco en la obra homónima de Azari Plisetski, y Macbeth en La corona sangrienta, de Iván Tenorio. En todos ellos hubo la exacta medida de su enorme talento, su capacidad para brillar en los solos y en los dúos, respetuoso de las demandas del estilo y de los deberes para con su pareja, cuya relación concluía solamente en el último de los saludos frente al público.
Una figura apolínea difícil de encontrar, un nivel técnico nunca alcanzado hasta entonces por un bailarín cubano, su virtuosismo en los solos, el comportamiento elegante como partenaire y un carisma escénico que se movió de un raro primitivismo a una nobleza refinada, hicieron de él un fenómeno escénico singular.
Por tan excepcionales dotes, Jorge Esquivel se convirtió en simiente y fruto, individualidad irrepetible y patrón escénico a seguir por los primeros bailarines cubanos que le sucedieron. Una simpática anécdota lo ejemplifica. Luego del estreno mundial de Canto vital, obra creada en 1973 por AsariPlisetski para exaltar los altos niveles de los bailarines cubanos, la mayoría de los técnicos de la sala García Lorca del Gran Teatro de La Habana la definían siempre como “la obra en la que bailan los cuatro Esquiveles”.
Su diapasón interpretativo fue impresionante y se movió en exigentes antípodas. Prueba de ello fueron sus caracterizaciones en el Apolo, de Balanchine; el heroico Prometeo en El poema del fuego; o el torpe bailarín lleno de comicidad en el Paso a tres, una y otra con coreografía de Alberto Méndez. Asimismo, tiene dos obras de su autoría durante su carrera: Espiralia, motivada por su insaciable curiosidad por la filosofía de la vida y los descubrimientos científicos; y Divagación, una pieza de puro corte autobiográfico, donde aparecen rasgos que conformaron su compleja vida personal y profesional.
Cuando la noche del 13 de abril de 1986, luego de interpretar al príncipe Desiré en La bella durmiente, junto a Josefina Méndez, decidió poner fin a sus vínculos como miembro del Ballet Nacional de Cuba, surgió en el registro de su vida artística el capítulo del Esquivel leyenda.
Posteriores actuaciones como artista invitado del Ballet de Camagüey, del Ballet Teatro de La Habana y del Teatro de la Ópera de Roma; y en galas en Brasil, Perú, Argentina, España y Puerto Rico continuaron su presencia sobre los escenarios. Desde 1993 ha sido Primer Bailarín de Carácter de la compañía y profesor de la Escuela del Ballet de San Francisco, en Estados Unidos, así como docente en otras academias de ballet de esa ciudad norteamericana, junto a Amparo Brito y Yoira Esquivel Brito, hija de ambos.
La presencia del legado artístico de Jorge Esquivel, de manera consciente o inconsciente, sigue presente entre nosotros, gravitando en cada bailarín cubano que aparece sobre los escenarios de la patria y del mundo.