Toda la Danza

DANZA Y POIÉSIS SOCIAL (O LAS LOCURAS DE LA DANZA EN EL TEATRO DEL MUNDO)

Por Javier Contreras Villaseñor

A Jeremías, mi amigo gato.

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Javier Contreras. Foto: Archivo del Centro de Documenación de las Artes Escénicas María Lastayo

Si pienso en la danza como una de las manifestaciones de la poiésis social (las diversas y contradictorias formas de la praxis con las que construimos la que podría ser nuestra casa común humana y planetaria) se me aparecen las siguientes frases: 1) La danza y el derecho político a la felicidad, 2) La danza como escándalo de la densidad del cuerpo ante las lógicas del capital, 3) La danza y los empeños por construir la nosotrocidad. Estas frases se me aparecen bajo la figura de “El juego de las locuras en el teatro del mundo”, es decir, aquella formulación que encontró Franz Hinkelammert (Hinkelammert, 2013: 27-70) para problematizar, en su estudio del pensamiento de Pablo de Tarso, la disputa entre las lógicas de la racionalidad autoritaria y las lógicas de la racionalidad libertaria. Las dos lógicas poseen coherencia, razones. Pero la primera es tributaria de la reproducción naturalizada de las múltiples injusticias, mientras que la segunda invita a ir más allá de lo dado, a generar formas de socialidad justa y luminosa arraigadas en apuestas éticas y políticas que trascienden la resignación a que nos conmina la sensatez dominante. En este sentido, las lógicas de la racionalidad libertaria son un delirio impertinente para los paradigmas autoritarios. Considero que el conjunto de prácticas, vínculos, saberes, afectos y representaciones que denominamos danza puede significar una urdimbre de buenas locuras ante la hiriente racionalidad del capital: la locura de la felicidad, la locura del poner el cuerpo y dar la cara (la experiencia irreductible de la subjetividad corpórea singular), la locura de la corporeidad compartida del nosotros. Como puede advertirse, estas “demencias” implican entender la danza como un empeño civilizatorio poiético que rebasa lo estrictamente escénico. La danza es una compleja y comprometida manera de estar en el mundo y de crearlo, de producirlo.

  1. La locura de la felicidad.

A quien danza el cuerpo le sonríe. La danza es una experiencia que involucra al propio cuerpo pero también la escucha de quien nos acompaña o nos observa, es, al mismo tiempo, experiencia introspectiva y apertura a la otredad, es intensidad concentrada o energía magnificada, es un diálogo con la música (o el silencio) que nos habitan o con aquella que permitimos nos transporte. El cuerpo se mueve y la persona sonríe. Y quien sonríe desde su cuerpo se sabe digno y luminoso, se sabe persona, sujeto con rostro y no una cosa, un dato, un número. La danza nos recuerda desde la densidad de nuestra primera e irrenunciable condición de sujetos encarnados que la alegría es posible y que es un gozo el encuentro con los otros y con nosotros mismos y que vale la pena ejercer las muchas formas de la escucha y la conversación porque danzar es también atender, proponer y responder. Digamos que la danza (escénica, social o ritual) es una invitación a confiar en y a coincidir con los otros.

En este sentido, la danza va en dirección contraria a los hábitos que la cotidiana competencia del capital nos inculca como prudentes y pertinentes. Su profunda naturaleza sonriente –históricamente explicable, como nos señala Marcuse- la vuelve problemática para la lógica del capital que busca entonces asimilarla como gimnasia o manifestación mercantilizable de la desublimación represiva, ese mecanismo político alienante que le permite al capital auspiciar los ejercicios de los goces siempre y cuando se los viva como prácticas de la cosificación, el individualismo y el mercado. Siguiendo a Marcuse (en El carácter afirmativo de la cultura y en Eros y civilización) es factible apreciar que la alegría corporal en el tiempo presente del sujeto que danza, la vuelve un desafío tanto para el paradigma de la cultura afirmativa como para el de la desublimación represiva. Con respecto al primero (que es el propio del origen del capitalismo, y que planteó la vida justa de los ciudadanos y ciudadanas como posible sólo en el terreno abstracto del derecho universal pero no en el ámbito de las existencias concretas individuales y que supone, por lo tanto, la escisión entre lo deseable y lo asequible, entre el “alma” y el “cuerpo”, entre lo individual y lo universal), porque la danza nos recuerda que la vida ocurre en el presente denso de la corporeidad. Con respecto al segundo, porque la danza en su gozoso entreveramiento dialógico de afecto y percepción, cuerpo e intencionalidad, en su articulación –de acuerdo a la razón estética- de lo perceptual, lo afectivo y lo conceptual en un solo haz de experiencia sonriente, nos recuerda que los sujetos encarnados (nosotros y nosotras todos) no somos reductibles a experiencias simples, banalizables, cosificables. La experiencia estética compleja de la danza se opone a los empeños de la trivialización. Dicho desde otra perspectiva coincidente, la danza nos recuerda el carácter sagrado –entendida esta categoría como la irrenunciable intensidad de la dignidad- de la persona y su carne.

La danza se opone también, sobre todo, a la resignada aceptación del miedo y la angustia a la que el capitalismo delincuencial dominante (en sus dos vertientes: legal e ilegal) en muchos de nuestros países pretende acostumbrarnos. Si recordamos el libro de Erich Fromm El corazón del hombre, puede afirmarse que la danza es biofílica y no tanática. A los cuerpos torturados y despedazados, a las personas instrumentalizadas y ofendidas, opone la experiencia vívida de la sonrisa que se transforma en promesa. No fue casual que las mujeres sudamericanas que luchaban por recuperar a los desaparecidos de las dictaduras “bailaran solas”, es decir, convocando al otro que el poder autoritario pretendía eclipsar, o que en las marchas del movimiento “yo soy 132” de México, los y las jóvenes danzaran y “performancearan” con júbilo sus encarnados desafíos, o que en las movilizaciones por la aparición con vida de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa la danza se expresara como un lamento coral masivo que expandía la vitalidad de la revuelta. Ni es casualidad tampoco que las diversas delincuencias -la gubernamental, la ilegal- suelan irrumpir en los espacios rituales de las fiestas o la protesta: les perturba la sonrisa o la ira no sojuzgadas. De acuerdo con Ranciére –en El espectador emancipado- puede decirse que las variadas formas del poder autoritario oponen a la política sonriente los duros oficios de la policía.

Apunta Ranciére que hay que diferenciar entre policía y política. La primera es el eficaz ordenamiento de las diversas instancias de la vida social y sus desigualdades e injusticias con el objetivo de su reproducción incuestionada. La segunda es el conjunto de prácticas que sueñan y construyen una realidad otra. La policía es el conjunto de los empeños tautológicos del poder autoritario que busca ciudadanos aquiescentes y resignados. La política, por el contrario, es la multiplicación de la capacidad de decisión, del hacerse cargo, de producir aquello que se considera justo, bueno y necesario aunque no esté contemplado en el orden policíaco. Siguiendo a Enrique Dussel –en su libro Religión-, sería factible decir que la policía pretende la fetichización del injusto orden social (presentarlo como inconmovible, “natural”, “lógico”, “inevitable”) y que la política cultiva, por el contrario, el descreimiento, el ateísmo del sistema. Ahí donde la policía busca prudente y racional acatamiento, la política cultiva disensos, desobediencias al poder que son, al propio tiempo, lealtades insumisas entre los pares. La danza es una de las manifestaciones, sociales e individuales, de la alegría que provoca el ejercicio del disenso.

La danza también nos remite al concepto de ciudadanía-ciudadanía porque arraiga la profundidad de su experiencia en la memoria corporal del hecho fundacional –y fundamental- del sostenimiento afectivo del otro. Cada uno de nosotros al nacer ha sido bien o mal recibido por la atención y el tacto (literal) de los otros. La vida humana no perdura sin cuidado. Alguien necesita arropar, alimentar y sostener para que la vida perdure. Bernard Aucouturier nos explica –en Los fantasmas de la acción y la práctica psicomotriz- que las marcas de esa atención primera nos acompañan en nuestras maneras de amar, de desear, de imaginar, de actuar, de movernos. El otro, los otros, nos han acompañado en la densidad de nuestra urdimbre afectivo-corporal, todo el tiempo. Es en esta circunstancia fundacional que se sustenta la exigencia ética del cuidado del otro, porque efectivamente –y a contrapelo del individualismo radical del capitalismo- la persona es siempre un yo-tú (Martin Buber), situación ontológica/política/ética original que debiera hacernos imposible la indiferencia hacia el otro. Y no se puede danzar si está dañada la empatía. Incluso danzando en soledad, hablamos y escuchamos a los otros. Danzar es conversar con las palabras afectivo-corporales de las huellas primeras, por eso, entre otras cosas, la danza es tan conmovedora y subversiva.

Danzar es preguntarse y escuchar a los otros, a través del movimiento, desde la historia que construimos y nos construye en la profundidad afectivo-intelectual-ética de nuestros cuerpos. Quien danza se toma en serio que somos toda una compleja biografía corporeizada, que es el lugar en el que Michel Onfray sitúa el origen del filosofar. El autor francés nos invita a trascender todos los dualismos en cuyas formulaciones lo relativo al cuerpo ha sido sistemáticamente devaluado y en las que se ha hecho el elogio de la bruma en detrimento de la sonrisa. Onfray, en coincidencia con las me parece son las principales implicaciones de la danza, hace una reivindicación de Epicuro. Y es aquí donde se encuentra, como ya apuntamos, el principal rasgo político, disensual, rebelde de la danza: la alegría corporal que el movimiento nos provoca es un recordatorio, una promesa del bienestar que social y personalmente nos es posible. La danza nos invita a construir esa realidad social –justa, igualitaria, democrática, no patriarcal- que nos permita vivir cabal, y responsablemente, en un reformulado -y reformulable permanentemente- Jardín, o múltiples y problematizables Jardines, de Epicuro.

  1. La locura del poner el cuerpo y dar la cara

¿Pero qué pueden aportar los saberes y experiencias de la danza a los ciudadanos y ciudadanas en el momento en que asistimos a la nueva fase de la dominación capitalista, aquella que está construyéndose sobre la mundialización del poder del capitalismo financiero: la época del despojo? (Cfr.: Gilly y Roux: 2015) ¿Qué puede aportar la danza a una sociedad tan lastimada como la nuestra? ¿Cómo allegarse y allegarnos esperanza? Sé que se trata de preguntas grandes, que acaso se sitúan en el resbaladizo camino de la desmesura o la insensatez. Sin embargo, apenas las escribo me percato de por qué su formulación no me parece carente de pertinencia: si lo propio de esta forma de dominación capitalista es su carácter cósico (y cosificante), abstracto (y abstrayente), la danza y su experiencia y saberes –arraigados en la complejidad de los cuerpos- se colocan en sus antípodas: son concreción, experiencias encarnadas, expresión de una intencionalidad que se actúa en la densidad kinética-corporal de los y las sujetos. De alguna manera, con base en sus maneras de ser, la danza puede ayudar a construir un mundo que no tribute las lógicas crueles del actual momento del capital.

Es verdad que el carácter abstrayente de esta forma de dominación ha venido dibujándose desde hace siglos -en este sentido, por ejemplo, el filósofo argentino León Rozitchner, en su libro La cosa y la cruz: cristianismo (en torno a las confesiones de San Agustín), nos explica cómo la versión dominante del cristianismo preparó, en su articulación estricta de la persona a los empeños de un alma que se “limpia” de corporeidad, la llegada de ese sujeto “abstracto” cada vez más utilizable en la lógica del capital en virtud de su poco espesor-. Sin embargo, este carácter “descarnado” de la actual forma generalizada de dominación tiende a magnificarse en virtud de la forma misma de manifestarse de este capitalismo en el que el capital –perdón por las redundancias- parece producir directamente capital sin intervención del trabajo, es decir, sin la participación de la persona que ya no es más considerada una persona sino una función, no un alguien que cuenta y produce las historias que lo habitan, atribulan y complejizan, sino un ente de operaciones y ubicación cuantificable, evaluable, utilizable (o descartable). La danza, por lo menos en principio, sería una negación de esta abstracción en tanto que es densidad poiética corporal vital. Es encarnada resistencia y posibilidad de rebeldía arraigadas en la dignidad, los dolores, las alegrías y las demandas de la viva carnalidad. Esto último es muy importante porque esa lógica abstrayente del capital le abre la puerta a la crueldad, porque ahí donde no se ve a la persona y se la sustituye por una representación cósica instrumental se instala la tentación del cadáver. Recuerdo las reflexiones de Simone Weil, en su ensayo La Ilíada o el poema de la fuerza (Weil: 1990), en el que nos avisa de cómo los poderes autoritarios se empeñan en negar el movimiento de la voluntad libre de los sujetos, de cómo prefieren la quietud (el caso extremo es precisamente el cadáver), o en todo caso, el movimiento pautado, normado, ése en el que su incesante acción no modifica nada porque repite lo mismo, como bien lo describe André Lepecki en Coreopolítica y coreopolicía (Lepecki: 2015).

Ahora bien, este capitalismo higiénico, aséptico, maquínicamente abstracto que fetichiza la eficacia, se ensaña, sólo de una manea aparentemente paradójica, con los cuerpos. Es el cálculo egoísta contra la fragilidad corporal de cada uno y, sobre todo, de cada una, en ese cruel abrazo de capitalismo, racismo y patriarcado. Como consecuencia de su profunda lógica cosficante y mercantil las personas somos reducidas a corporeidad instrumentalizable o suprimible. No es casual que en muchos países se multipliquen los feminicidios, la trata de personas o que se desaparezcan o eliminen a los inconvenientes o inasimilables.

Al horror del capital la danza le opone, como posibilidad, su contenido vital, ético, civilizatorio en tanto sus lógicas profundas colaboran a la construcción de un mundo más amable desde la experiencia dignificada y respetuosa de la primera situación existencial humana: la corporeidad individual. En el mejor sentido freudiano-marcusiano de la palabra, puede decirse que la danza se empeña en una tarea artística-civilizatoria-erótica, situada en las antípodas de los paradigmas tanáticos del actual modelo dominante de poiésis social. Y esto es así porque la danza invita a asumir las implicaciones éticas y políticas amplias de la humana vulnerabilidad. Asunción valiente, agradecible, conmovedora y esperanzadora que hacen todos y todas los que en nuestros países luchan contra las múltiples manifestaciones del despojo y a favor de la fiesta del encuentro, la justicia y la igualdad, todos y todas que dan la cara y ponen el cuerpo.

Entiendo las palabras de quienes como la escritora Cristina Rivera apuntan que en un mundo como el mexicano el cadáver se vuelve lugar de enunciación y referencia central en la medida en que se convierte en archivo de múltiples memorias invisibilizadas que es preciso escuchar. Pero también pienso que esas memorias empezamos a cultivarlas cuando –vivos- decidimos poner el cuerpo –es decir, cuando asumimos el riesgo de nuestras apuestas éticas y políticas-, cuando damos la cara – es decir, cuando vivimos nuestras apuestas desde la audacia transparente del rostro personal-, para colaborar a construir la realidad justa que deseamos. Cara abierta al llamado del misterio propio y del otro (Levinas), persona corporal que en función de sus empeños axiológicos (Heller) y acontecimentales (Badiou) involucra su vulnerabilidad. Y en el fondo, un inmenso acto de fe, ése del que nos habla Lucien Goldman, en sus comentarios a Pascal, como el núcleo de la acción ética: actuar –moverse, involucrarse- porque se lo considera justo y no porque se tenga certeza del resultado. Apuesta cabal. Y ese dar la cara, poner el cuerpo, moverse involucrándose, apostar, me parece la semilla ética de la danza. Una semilla ética que nos es civilizatoriamente imprescindible.

  1. La locura de la nosotrocidad.

En su libro Definición de la cultura, Bolívar Echeverría nos dice que la poiésis humana es al mismo tiempo, indisolublemente, producción y semiotización (entendida en su caso con base en las elaboraciones teóricas hechas a partir de Saussure), creación material y elaboración de sentidos. La dimensión simbólica humana, arraigada en la multiplicación de las posibilidades del mundo sígnico, implica una suerte de “ruptura”, de “transcrecimiento” de nuestra especie con respecto al ámbito natural. El signo refiere a la cosa pero no es la cosa y el objeto producido es algo que no estaba ahí. En consecuencia, entre nosotros y el mundo (tanto como productores materiales como hacedores semióticos) hay un hueco, un desfase, una distancia, que es, fundamentalmente, condición de libertad en la medida en que es apertura a las invitaciones de la posibilidad creativa, pero es también, de acuerdo a las lógicas productivas de las sociedades de clase, particularmente las del capital, tentación de abuso, de objetualización, de sometimiento de la naturaleza considerada como otredad ajena. Desde esta perspectiva, lo propio de lo humano parecería ser una existencia profundamente arraigada en la naturaleza y, al mismo tiempo, una vida fisurada, ahuecada, inevitablemente distanciada con respecto a la animalidad y la Tierra. Experiencia contradictoria si la hay que puede derivar en el abuso (como ya se apuntó) o en asumir cabalmente las responsabilidades resultantes de que somos el único animal que puede hacerse cargo de la totalidad de la vida en el planeta – posibilidad última indicada, entre otros, por Leonardo Boff en su libro Ética planetaria desde el Gran Sur, en el que nos invita a desplazarnos del antropocentrismo al geocentrismo-.

Ahora bien, me parece que la danza es un hecho cultural/civilizatorio/ecológico situado al mismo tiempo en la frondosidad del bios y en la densidad de lo simbólico. Quizá en la danza -en el intenso hecho de bailar- se ubica ese momento en que la res cogitans y la res extensa no se han separado todavía, momento eléctrico de la experiencia al que se refiere Nancy en sus comentarios a la carta que le dirige René Descartes a Elizabeth el 28 de junio de 1643 (Nancy, 2007: 35-51). En esa misiva, Descartes escribe que si se imagina o si se piensa la experiencia las sustancias inevitablemente se separan, pero que si nos situamos desnudamente en la experiencia del experienciar (valga la expresión), el alma y el cuerpo no se distancian, sino que son siendo juntas. Creo que a elucidar ese lugar del hacer vital es la tarea en que se centra Helena Katz en su tesis doctoral en la que nos dice que cuando el cuerpo piensa (en tanto bios, semiosis -entendida en su caso con base en las propuestas de Piercy-, cognición, kinesis), danza. Acaso la danza es un comprometido aventurarse en las complejas sinuosidades del experienciar desde y en la experiencia misma. Y acaso es también una de nuestras posibilidades de construir una socialidad que no dispute con lo ecológico. Quizá la danza es un hacer cultura porque se es cuerpo, biología simbólicamente imantada/habitada y pueda ayudarnos a elaborar un empeño civilizatorio/cultural. No enfrente a o en ruptura con los otros y la naturaleza, sino en y con los otros y la naturaleza, una apuesta civilizatoria arraigada en las posibilidades y responsabilidades del nosotros. Necesitamos no sólo escuchar los retos de la otredad sino también constituirnos en una compleja nosotrocidad radical. Quizá los paradigmas de la danza puedan contribuir a ese desplazamiento de los sujetos en vinculación bélica al encuentro colaborativo y del antropocentrismo al geocentrismo al que nos conminan las culturas originarias y el ecosocialismo. Pero para que este nosotros de las otredades múltiples, humanas y no humanas, que viaja como experiencia y promesa en el hacer profundo de la danza sea posible, me queda claro, y perdonen la nostalgia hippie marxista feminista, que debemos prescindir del patriarcado, del capitalismo y las sociedades de clase.

Termino con una cita de Carlos Lenkersdorf en el que comenta la amplitud del nosotros tojolabal:

El “nosotros” cósmico

El “nosotros”, finalmente, no se refiere solamente a los humanos, sino a todo lo que vive, que incluye animales y plantas, cerros y valles, manantiales y nubes, sillas y comales. Todo tiene corazón, altsil en tojolabal, que quiere decir “principio de vida”. Por lo tanto, somos una especie entre muchas otras, nos conviene tener humildad; no somos tan importantes como pensamos y como nos enseñan. Tenemos que aprender la convivencia con toda esta hermandad cósmica, y, por lo tanto, como filósofos nos toca levantar la voz contra el abuso a la naturaleza o la venta indebida de los recursos naturales. (Lenkersdorf, 2014:17)

En verdad, creo que la danza puede ayudarnos a construir un mundo en el que quepan todos los mundos.

Bibliografía

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Badiou Alain (2013), La filosofía y el acontecimiento, Amorrortu editores, Buenos Aires.

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Onfray Michel (2007), La potencia de existir, Ediciones de la flor, Buenos Aires.

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Rozitchner León (1997), La cosa y la cruz: cristianismo (en torno a las confesiones de San Agustín), Losada, Buenos Aires.

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Tomado: http://estudiosdeladanzaenuruguay.blogspot.com/2018/03/contreras-villasenor-javier-danza-y.html

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